El "adalid de la verdad" patina, se enreda y acaba mordiendo el polvo

Lo último que ha escupido nuestro predicador de teclado es un ejemplo de cómo hacer un panfleto y disfrazarlo de cruzada por la “honestidad”. El guion es viejo: insultar, victimizarse, inventar… y rezar para que alguien se lo compre.

Su pieza es un vertedero de adjetivos huecos: “catedrático de la falsedad”, “amanuense”… Todo un diccionario de bilis con cero datos que lo sostengan. Mucho ruido, ninguna prueba. Y todo para demostrar que, si la envidia fuese electricidad, él iluminaría Valsequillo.

Se presenta como mártir de la verdad, pero no documenta ni una línea. Ataca las “mentiras” de otros mientras construye las suyas sobre arenas movedizas. Y lo hace con esa mezcla de rabia y narcisismo que delata más inseguridad que firmeza. Como esos cantantes de verbena que juran que llenan estadios… pero no pasan del escenario de las fiestas del barrio.

Lo mejor es su habilidad para tropezar con su propio discurso: presume de no haber cobrado jamás de la política… y a la frase siguiente se jacta de su vida entera ligada a un partido. Dice firmar siempre con nombre y apellidos, pero dedica medio texto a criticar pseudónimos… como si nunca hubiera jugado a esconder la mano. Igual piensa que la hemeroteca es un invento de la NASA.

El clímax llega cuando se agarra al argumento de las visitas y los clics. Como si la verdad se midiera por tráfico web y no por hechos probados. Un razonamiento tan pobre que ni para un mitin de medianoche… aunque, eso sí, perfecto para un bingo de domingo por la tarde.

En resumen: un panfleto que nace como defensa y muere como caricatura. El autor se imagina dando clases magistrales de ética, pero termina dando un espectáculo de egos, fantasmas y puñales al aire. Y todo gratis, que para cobrar por esto habría que dar recibo… y justificarlo.

Porque, seamos claros: esto no es periodismo, es teatro barato. El autor no escribe para informar, escribe para ajustar cuentas. No busca la verdad, busca escenario. Y en ese papel, más que periodista, es el animador de una tragicomedia local donde él cree ser protagonista… y no pasa de comparsa. El problema es que, en Valsequillo, ya nos sabemos el guion y hasta los gestos. Y como toda mala obra, ésta también acabará con el patio de butacas vacío.

Luis Verde.