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Desde La Barrera

El bufón sosete verdulero

Habla de “verdulerías” ajenas mientras su propio discurso rezuma más desorden que un mercadillo a medio recoger.

LUIS VERDE

Hay personajes que escriben para iluminar; otros, para enredar. Y después está nuestro bufón sosete, que escribe para escucharse, como quien se habla al espejo esperando que el reflejo le aplauda. Lo suyo no es la crítica política: es una suerte de monólogo interior en formato texto, una especie de tertulia consigo mismo donde los argumentos entran, salen, tropiezan y se caen antes de llegar al primer punto y aparte.

 

Sus amigos —pocos, pero sufridos— y algún conocido con bata blanca y currículo psiquiátrico le han sugerido, con esa mezcla de cariño y urgencia que precede a los grandes avisos, que quizá, solo quizá, cuando una persona empieza a ver conspiraciones donde los demás ven plenos municipales, y amenazas donde solo hay debates, lo recomendable sería hacerse mirar esa tendencia a perseguirse por dentro. Ya se sabe: hay hábitos que, si no se atienden a tiempo, luego no tienen remedio. O tienen, pero requieren más que una infusión relajante.

 

Lo sorprendente no es lo que escribe, sino cómo cree que escribe. Se autodefine “agrios y burleteros”, pero la realidad es que su estilo recuerda más a un comentario anónimo en un foro abandonado que a una crítica política. Habla de “verdulerías” ajenas mientras su propio discurso rezuma más desorden que un mercadillo a medio recoger. Señala con el dedo mientras tropieza con sus propias hipérboles. Y presume de valentía intelectual cuando lo único que demuestra es una torpeza argumental que deja huella.

 

Su obsesión con ciertos nombres y apellidos no es análisis: es coleccionismo emocional. Cada pleno le sirve para añadir un capítulo más a su novela de agravios personales. Y cada frase que escribe confirma que no habla de política: habla de sus fantasmas, que al parecer son los únicos que nunca le abandonan.

 

Y lo de Atta, Calderín o quien pase por allí… no es crítica: es atrezzo para su pequeño teatro personal, donde él siempre es el narrador omnisciente, aunque jamás acierte.

 

Al final, su panfleto no revela nada sobre el municipio, pero sí mucho sobre él: su necesidad de sentirse importante, su tendencia a convertir desacuerdos en epopeyas, y su incapacidad absoluta para distinguir entre un análisis político y un desahogo con sintaxis.

 

Hay quien escribe para cambiar el mundo.Él escribe para que no se le derrumbe el suyo, siguiendo así los consejos maternales de su veleta florentina.Y aun así, uno no puede evitar cierta ternura al leerlo: la ternura que generan las personas que luchan valientemente contra enemigos que solo existen en su imaginación.

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